lunes, 18 de mayo de 2009

Educando con el ejemplo



Elsa Peña Nadal


En la mayoría de los agradables recuerdos de mi infancia, aflora preponderantemente la figura de mi padre asociada a sucesos que, por su impacto emocional, marcaron el accionar de mi vida y se constituyeron en útiles herramientas en la crianza de mis tres hijos.

Con apenas dos años partí desde la capital, donde nací, con mis padres y mi hermanita mayor, a realizar un largo recorrido por casi toda la geografía nacional, debido a los múltiples traslados a los que era sometido mi progenitor, un eficiente y honrado Inspector Especial de Rentas Internas.

De mudanza en mudanza vivió mi familia sus primeros años: Neyba, San José de Ocoa, Baní, Hato Mayor, San Juan, Elias Piña, Jarabacoa, y tantos otros lugares a los que he vuelto en mas de una ocasión para regodearme en los recuerdos y embriagarme de añoranzas.

Así fue como en el transcurrir de ese peregrinaje nacieron dos de mis cinco hermanas; una en Baní y otra en Jarabacoa. Las razones de que no se nos permitiera echar raíces en ninguno de esos lugares, se debían a motivos que solo mis padres conocían, como se verá mas adelante.

El traslado a Jarabacoa, lugar que recuerdo con especial cariño, estuvo rodeado de las emociones propias de cada viaje: la súplica inútil de querer viajar acomodadas en el camión junto a los muebles y no en el auto con mamá; las frecuentes paradas en el trayecto para estirar las piernas e ingerir alimentos; pero sobre todo para el minucioso chequeo que le garantizara a mi madre un impacto menor en el mobiliario de su hogar, sometido a tantos desplazamientos como si de utilería de circo se tratara.

Recuerdo que al llegar a Jarabacoa, con mis recién cumplidos siete años, la sola mirada del entorno de la que sería mi nueva casa, en cuyo frente nos esperaba mi padre a quien no veíamos desde hacía seis meses, fue el augurio de múltiples aventuras y de una felicidad garantizada.

El olor de los pinos, los mas altos del mundo desde la óptica de mis asombrados ojos; el agradable clima invernal y el canto de los pájaros; el florido jardín dividido por una calzada de piedras que nos conducía a la enorme galería, así como los inusuales y relucientes pisos de madera, produjeron en mi una alegría solamente superada por la euforia de verme girando en círculos, con las piernitas al aire y asida por los brazos de uno de los hombres que mas he admirado en mi vida: Juan Antonio Peña Cabral.

Después de un ávido recorrido por cada rincón de la casa—construida entre otras dos de igual diseño, en una alta zona de la ciudad que ponía al pueblo a nuestros pies—atravesé la terraza y baje los escalones que me condujeron por un caminito adoquinado, a descubrir en un anexo exterior, la singular cocina.

Allí, una señora muy blanca y de cachetes colorados con un moño hecho de sus largas y rubias trenzas, ya tenía a punto el almuerzo: nuestra primera comida hecha en ollas de barro y calderos, sobre un impecable fogón con leña que se blanqueaba con escobas y pintura de cal.

De inmediato esta señora, tras un “hola muchachita”, me sometió a un apresurado interrogatorio más largo que los contenidos en los formularios para obtener préstamos bancarios. Yo en cambio solo supe que su nombre era María y sus años 29, los que me parecieron mas que todas las pesetas de España, información obtenida en las dos únicas oportunidades que me dio para preguntarle a mi vez: ¿Y usted?

Concluido el recorrido por el patio, entré a la casa y pude ver a mis padres junto a un enorme saco de arroz, acabado de desmontar en la galería con la ayuda de los empleados de la mudanza. Papá ordenaba al sorprendido mensajero que lo volviera a subir en la camioneta en que fue transportado: ¡“dígale a su patrón que el arroz que consume mi familia se compra en esta casa con el cheque que me paga el gobierno el día 25 de cada mes!

Mi padre, un banilejo blanco y colorado con tupidas cejas negras, heredadas quizás de sus antepasados moros que durante un tiempo ocuparon a España, estaba aún más rojo por la ira. Mi madre presionaba su brazo tratando de calmarlo.

No fue hasta estar sentados ante la mesa del comedor que pudimos enterarnos de los detalles que rodeaban al frustrado “delibery”. El obsequio de bienvenida procedía de don Lulo Jiménez, dueño de factorías de arroz, de aserraderos de madera, fincas y múltiples viviendas, entre las que se incluían las tres casas a las que he hecho referencia, las que tenía dedicadas al uso exclusivo y gratuito, de los inspectores y contralores relacionados con la recaudación de los impuestos internos en dicha ciudad.

Con su llegada y toma de posesión del cargo, papá cambio esta tradición y se hospedó en una pensión, retrasando el traslado de su familia al no encontrar disponible ninguna casa adecuada para alquilar. Finalmente, don Lulo aceptó hacerle a mi padre un contrato de alquiler por una suma razonable. Comenzaba la década de los cincuenta y reinaba en el país el tirano Trujillo.

Durante los meses precedentes a nuestra mudanza, papá había mandado un claro mensaje de que no había venido a Jarabacoa a llenarse los bolsillos; así que la devolución de un simple saco de arroz, no sería nada nuevo en la conducta de un funcionario que había establecido un antes y un después, en las oficinas recaudadoras del pueblo.

Tras darnos algunas explicaciones en un lenguaje sencillo y de fácil comprensión, acerca de las tareas propias de su trabajo, nuestro padre nos preguntó si queríamos escuchar “el cuento del cañón de Lilís”. Mamá sonrío pues ya lo conocía y nosotras muy entusiasmadas contestamos con un sí, a tres voces.

“En una ocasión—comenzó a narrar mi padre—siendo el general Ulises Hereaux, alias Lilis, el presidente de la República, se le acercó su asistente, por tercera vez en esa mañana, para solicitarle que se dignara a recibir a un amable señor que había realizado un largo viaje, procedente del Cibao Central, con la intensión de entregarle un obsequio personalmente.”

“Lilís accedió a recibir al señor quien le obsequió un cañón en miniatura el cual colocó en una esquina de su escritorio. Unas vez solos,--seguía contándonos mi padre-- el asistente le hace notar al presidente, cuan rápido y sencillo había resultado todo, por lo que Lilís, sin levantar la mirada, le contestó: “! Tu verás que ese cañón dispara!”.

“No habían transcurrido tres semanas cuando vuelve el cibaeño, esta vez con una carta de solicitud de empleo para dos de sus hijos. Cuando el asistente termina de leérsela, el presidente, levantando en alto el cañoncito le dice:--¿“no te lo dije, que el cañón disparaba”?—

(La razón de los frecuentes traslados de mi padre, es material de mi siguiente artículo)

Elsapenanadal@hotmail.com

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