jueves, 13 de agosto de 2009

¡Ni Guardias Ni Hombres Casados!

Elsa Peña Nadal

Nuestra casa en Hato Mayor del Rey, colindaba al fondo del enorme patio, con el patio del cuartel policial, por lo que se nos tenía prohibido a mis hermanas y a mi, jugar junto a esa cerca, conformada por altos árboles de sombra y varias cuerdas de alambre. Tampoco se nos daban respuestas del origen de los frecuentes gritos proferidos por los presos sometidos a interrogación. Pero todo esto cambió con la llegada del Teniente Camilo, un joven y ex seminarista de ojos verdes, muy dado a la conversación y amante de las hortalizas, que más que policía, parecía un actor de cine.

En el cuartel, los gritos terminaron y proliferaron en el patio canteros llenos de tomates, ajíes, berenjenas y lechugas; entre otras hortalizas cultivadas por los prisioneros de paso, bajo la diaria supervisión del nuevo teniente, quien gustaba de las conversaciones con mis padres bajo la sombra del mismo árbol, aunque cada quien en su territorio, y casi siempre saboreando el cafecito del medio día.

Había tenido Camilo la costumbre de flagelarse la espalda con un látigo y nos mostró sus cicatrices. Papá le reprochó esta práctica, por innecesaria y brutal, argumentándole que ya Cristo había pagado un alto precio por nosotros. Era como si mis padres hubiesen adoptado el hijo que no tuvieron; y no me cabe duda de la confianza que se tenían y de la profundidad de los temas que trataban en absoluta privacidad, en esos años en que Trujillo convirtió a este país en una especie de finca de su absoluta propiedad.

Por su reiterativa queja de que no había en el pueblo un solo sitio donde comprar comida “decente”, y argumentando que pasaba mucha hambre, tras una súplica de meses, terminaron mis padres accediendo a venderle al joven Teniente, una cantina que retiraba un policía junto a la cerca, a las doce en punto de cada día, de lunes a viernes. Y a partir de ahí, hasta se atrevía el joven teniente a sugerirle a mi madre, variantes en el menú, con preguntas como: ¿Tatá, tú sabes hacer pastelón de plátano maduro?

Recuerdo que los propietarios de la casa, ricos terratenientes que nunca quisieron vivir fuera de su campo, me invitaron a pasar unas vacaciones en su finca. No puedo describir la emoción de una niña de ciudad, al ver cómo se extraen de la tierra la batata y la yuca y cómo se siembran de inmediato los pedazos del tallo en el mismo hoyo; cómo se cortan de un solo machetazo racimos de plátanos verdes y también madurados en la mata; además del gusto de comer esos víveres asados en la ceniza de un fogón de leña; así como una mazorca de maíz o las semillas del cajuil.

La alegría de montar en caballos, bañarse en el río, recoger huevos en los nidos, pelar el arroz a dos manos en un pilón de tu mismo tamaño; trepar en los árboles y coger las frutas con las manos; hacer muñecas de trapos; así como escuchar cuentos de Juan Bobo y Pedro Animal, en un rincón de la cocina al anochecer. ! No hay vacaciones en Disney Word ni en ningún lugar del mundo que ofrezcan tantas emociones!

Esta familia poseía un voluminoso libro de medicina natural, o alternativa como ahora se dice, que también adquirió mi madre en uno de sus viajes a la capital, el cual prestaba ocasionalmente a Camilo. Y recuerdo que durante esas vacaciones, uno de los hijos pequeños del matrimonio, tenía lo que ellos llamaban “mal de orina” y se quejó de fuertes dolores. La madre mandó entonces a hervir un poco de agua y pidió con toda naturalidad: --¡“tráiganme un grillo”!-- (Y mi mente infantil pensó, ¿un grillo?, ¿donde los guardan?). Entonces, uno de los hermanitos mayores, volteó un tronco de madera seca donde frecuentemente nos sentábamos; tomó un grillo vivo, le desprendió una pata trasera y se la pasó a su madre quien enseguida la introdujo en el jarro con agua caliente, lo tapó unos minutos y le dio a beber esta infusión al niño, quien al poco rato descargaba feliz frente a nosotros, todo el líquido de su vejiga.

Del entonces teniente Camilo y de estas vacaciones, queda mucho por decir pero basta agregar que cuando mi familia estuvo radicada de nuevo en la capital, continuó la relación de amistad con el militar que ya había sumado años a su vida y rangos a su uniforme. Ahora bien, Camilo tuvo que guardar ciertas y prudentes distancias con mi familia, por la conjugación de los gobiernos de fuerza de Balaguer y mi militancia izquierdista, agravada por mi matrimonio con Homero Hernández. Los avisos les llegaban a mis padres desde el mismo cuartel policial, advirtiéndoles de la seria condena a muerte que pesaba sobre su hijo político, así como del recrudecimiento en la búsqueda del joven dirigente catorcista.

Y así fue como, tiempo después, cuando por fin lograron tachar su nombre de la lista negra elaborada por los yanquis tras la Revolución de Abril, yo pedía reiterativamente desde mi celda en el Palacio de la Policía, que me llevaran con el Teniente Coronel Domingo Camilo Rosa. Cuando al día siguiente me mandó a buscar y me entraron en su oficina, se le notaba nervioso, y sin levantar la vista de los papeles en su escritorio, me dijo antes de que yo le hablara: “Elsa, ya todo pasó; cuando te interroguen te pondrán en libertad, debes tranquilizarte”—“!Camilo,-- le contesté, ahogada en los sollozos—yo lo único que estoy pidiendo es que me lleven a la funeraria; quiero verlo antes de que lo entierren, aunque me traigan de vuelta para acá!”—

Esta vez pude ver sus ojos verdes, tristes, cansados, cuando levantando su rostro me dijo para que todos le oyeran:--“! Te conozco desde que eras una niña, Elsa Peña, aunque no comparto tus ideas y tus métodos de lucha; pero yo no puedo hacer nada. Ya hablé con tus padres: tu esposo fue enterrado esta mañana, hace una hora. Vuelve a tu celda y ponte a rezar!”— y bajando de nuevo la vista dio por terminada la conversación.

Para no perjudicarlo mas de lo que ya podía estar, me di vuelta en silencio dejándome conducir hasta la celda que ocupaba desde la mañana anterior, cuando fuimos fatalmente interceptados en la antigua avenida San Cristóbal—hoy llamada Héctor Homero Hernández Várgas--, siendo él transportado a la morgue del hospital Gautier dentro del baúl de un carro; y yo, en loca carrera hacia el cuartel policial, en nuestro mismo auto y sentada entre los dos policías que momentos antes le habían ametrallado y dado el tiro de gracia.

Mis hermanas y yo, fuimos criadas bajo la advertencia materna de: “ni guardias, ni hombres casados”, pero Camilito fue un militar que siempre tuvo en nuestra familia un lugar muy especial. Por eso, cuando hice las paces con nuestro Creador, comencé a incluirlo en mis oraciones.

elsapenanadal@hotmail.com

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