domingo, 28 de junio de 2009

Recuerdos de Curazao, Isla de Sotavento





Por Elsa Peña Nadal


Conocí a Homero Hernández, recién finalizada la guerra de Abril; el Movimiento Revolucionario 14 de Junio y las demás fuerzas opositoras de izquierda, estaban sujetos a una tenaz represión; siendo él, uno de los dirigentes mas buscados. De ahí que a los cuatro meses del inicio de nuestra relación, Homero y otros compañeros, tuvieron que salir clandestinamente del país.

Antes de su viaje, fui invitada a una reunión sin agenda previa; al llegar, me fue presentado un joven que era “un compañero de San Pedro de Macorís”.Tras decirle mi nombre junto al apretón de manos, proseguí a saludar a los demás y enseguida escuché como todos reían. No entendía el motivo de las risas y mucho menos que el compañero que acaba de conocer, me echara el brazo por la espalda atrayéndome hacia sí.

--¿No me conoces “flaquita”?,-- me preguntó cariñoso, y fue cuando, por la voz, reconocí a Homero Hernández. Su mandíbula superior había cambiado debido a una prótesis a modo de encías, que bordeaba sus dientes, trabajo hecho por Luís Pérez, dentista catorcista; cambios en el pelo y las cejas, a cargo de la compañera Zunún, esposa de Dato Pagán; así como hombreras en su traje, y otros detalles, que le hacían irreconocible hasta para su novia.

Tras esta prueba, partimos hacia el aeropuerto. Allí, varios compañeros de la seguridad, vigilaban cada paso nuestro hasta que abordó el avión. Recuerdo la sonrisa de simpatía que concitamos entre el personal, a la entrada de migración, ante nuestras efusivas y premeditadas muestras de cariño durante la despedida.

Mientras le veíamos entrando al avión desde el ventanal del segundo piso de la Terminal aérea, una compañera dijo sobre mi hombro: “Les pasó frente a sus narices uno de los hombres mas buscados por este régimen”.

Siete meses después, estaba yo viajando a Curazao para facilitar su regreso clandestino al país. Armando Manzanero estrenaba su éxito “Adoro” y esta canción se oía por todas partes.

Cuando llegué al lobby del hotel, se acercó a mí la compañera que había sido enviada tres semanas antes, sin ningún resultado favorable, a realizar la tarea que ahora estaba a mi cargo. Pagó su cuenta y nos fuimos a otro hotel, donde compartimos habitación.

Me indicó que los compañeros se habían alojado en la Pensión Bolívar de donde habían salido antes de su llegada. Ella los había buscado infructuosamente durante una semana; así que me dirigí hacia ese lugar y pedí hablar con el encargado, identificándome como hermana de uno de ellos.

Con amabilidad me mostró la habitación y sus pertenencias, pero cuando quise retirarlas y pagar la cuenta pendiente, me sugirió pasar primero por Migración pues la habitación estaba “sellada” por esa dependencia gubernamental, toda vez que eran turistas, y al parecer, desaparecidos.

Al salir, un anciano que parecía dormitar, me llamo por señas y hablando tanto en español como en ingles, me dijo que mis amigos estaban escondidos en algún lugar, que tenían contacto con un joven que venia con frecuencia a la pensión; quiso saber donde me alojaba para enviarlo conmigo. Le dije que yo vendría todas las tardes hasta que nos encontrásemos.

Tuvo la precaución de advertirme que me cuidara del chico, que era capaz de dejarme sin documentos, sin prendas y sin un florín encima; “es mas-- me dijo, blandiendo una pipa entre sus arrugados labios,--ese le roba la ropa interior sin que usted se entere, pero no es malo; para lo demás, puede confiar en él”, agregó, y no pude menos que reírme.

Alquilé un auto y durante dos días recorrí Willemstad de cabo a rabo. Esta cuidad, la única de Curazao, es su capital y posee un enorme puerto natural que se asemeja a un canal, el cual la separa en dos y de uno a otro lado, se cruza sobre un puente, el que se abre al medio para dar paso a los barcos.

A ambos lados del muelle, las hileras de edificios tienen diseño holandés, pero con la particularidad del intenso y variado colorido caribeño. Es la única ciudad holandesa declarada Patrimonio Mundial de la Humanidad por la UNESCO.

En mi tercer día en la ciudad, fui con mi compañera a Campo Alegre, zona de tolerancia donde las prostitutas pueden realizar su “trabajo” sin ser molestadas por las autoridades, siempre que no trasciendan los límites territoriales establecidos. Es un lugar turístico como toda la isla; allí hable con algunas mujeres dominicanas y les mostré las fotos de los compañeros, sin ningún resultado.

El cuarto día, encontré en la pensión al chico junto al anciano; salimos, y al cruzar por un establecimiento bancario, entré y nos sentamos a conversar. Me dijo que había perdido el contacto con los muchachos porque ellos no permanecían mucho tiempo en un mismo lugar; que le avanzara algún dinerito y que le dijera donde me hospedaba para ir por mi cuando los encontrara.

Le advertí que se le pagaría solo cuando estuviera frente a los muchachos; que no intentara nada raro conmigo porque perdería su tiempo, ya que yo no andaba con dinero, ni prendas ni documentos encima; y tras indicarle el lugar donde nos volveríamos a ver, abordé un taxi y me fui de allí.

Cuando dos días después vi la risa en el rostro de Charles, nombre del joven lugareño, supe que los había encontrado; en esta ocasión, andaba yo con Milagros, mi compañera, la cual temía dejarme sola con este chico. Nos dirigimos a la playa al anochecer y caminamos los tres con toda calma: “ellos nos encontrarán a nosotros”, había dicho el contacto.

Caminando con los zapatos en las manos, disfrutaba del agua salada que, traída por los vientos alisios, me salpicaba el rostro; en tanto, mis pies se enterraban en la arena. De vez en cuando, se oía la euforia de turistas apostados en las ventanas de sus hoteles, al ver los destellos plateados en la oscuridad del horizonte, señal del salto de los delfines.

Dos hombres venían de frente hacia nosotros; --“!son ellos!”-- dijo el chico y echó a correr a su encuentro. Milagros y yo detuvimos la marcha, expectantes. Homero me silbó y le reconocí en la oscuridad. Cuando estuvimos frente a ellos, extendimos nuestras manos y nos saludamos los cuatro, como camaradas. En ese momento, él era para mí solo un dirigente y yo andaba en misión política

La reunión, sentados en circulo sobre la arena, fue breve; saqué dinero que guardaba amarrado a mi pelo y se lo entregué a Homero, quien, tras dar unos informes en privado a Milagros e indicarle que al día siguiente debía regresar en el primer vuelo a Santo Domingo, coordinó con el chico el lugar donde nos encontraríamos al otro día. Nos devolvimos todos por donde mismo habíamos venido.

Esa mañana, Milagros tomó su vuelo y yo tome un taxi hacia donde me esperaba Charles; de allí caminamos hasta una iglesia cercana. Homero hablo con el chico; él estaba contactando a un venezolano dueño de un yate mercante, quien cada domingo traía frutas y vegetales desde su país, para venderlos en la misma embarcación, en lo que era, una especie de mercado acuático. Había muchas posibilidades de que los pudiera sacar de Curazao.

Ajustamos los relojes y acordamos que cuando quedásemos de reunirnos a una hora determinada, y alguno no se presentara; pasados diez minutos, debíamos salir presurosos del lugar. El chico se fue y los compañeros y yo abordamos un taxi que nos dejó en mi hotel, entrando en mi habitación cuidando de no ser vistos.

Allí quedaron Billo y Homero y mientras se bañaban y quitaban la barba de varios días, yo salí a comprarles ropa nueva. También compré comida para no levantar sospechas en el hotel. Regresé cargada de paquetes y cuando pedí mi llave, la recepcionista, como siempre, me puso conversación. La chica era dominicana y creía que yo estaba en Curazao comprando mi ajuar de novia.

Aún así, esta muchacha, hacia de mandadera de un viejo, propietario del hotel, quien le había confesado su interés por mi. Ya varias veces le había dicho a ella que yo tenía mi novio y que ese viejo podía ser mi bisabuelo. Ella reía y me decía: “Hija, que te cuesta; ese viejo ya no ofende”. E insistía en que era dueño, además del hotel, de joyerías en la ciudad y en el aeropuerto.

Los muchachos se pusieron su ropa nueva y desecharon en fundas la que apestaba a pescado; no en vano tenían varios días escondidos en la playa. Reían mientas comían, pues les conté que “el abuelo de Agustín Lara” quería llenarme de joyas.

Billo me preguntaba por su mamá, por su esposa Rhina, y por sus hijos, con quienes me unía una amistad personal, pues si bien ella no era militante del Partido, vivía en las proximidades de mi casa materna, siendo la suya, punto de reunión para mi y Homero.. Hablamos mucho y conteste a todas sus preguntas sobre el Partido y el país.

Luego, Billo empezó a hacernos bromas; le reiteraba una y otra vez a Homero, lo dichoso que era:-- “!Qué bueno es ser jefe, -le decía poniendo cara triste--mira cómo te mandaron a la novia!”-- y Homero le contestaba diciéndome:--“Elsita, qué mala amiga eres, ¿por qué no trajiste a Rhina contigo, y a los niños también para que vieran a su papá?”--

Al anochecer, partieron los muchachos a reunirse con el venezolano y quedamos de vernos al día siguiente, en una placita aledaña a una iglesia. Pero eso no se materializó. Charles y yo llegamos por separado y al notar que los muchachos no llegaban, recordamos la advertencia; y nos retiramos del lugar.

Cuando pedí mi llave, de vuelta en el hotel, un señor me mostró su placa y me pidió que le acompañara a las oficinas de Migración, “donde me harían algunas preguntas”. Miré extrañada a mi compatriota, la recepcionista, al tiempo que preguntaba al inspector, que a qué se debía esto, ya que yo no estaba en falta.

Reiteró, con amabilidad, que solo me harían unas preguntas y me traería de vuelta; la recepcionista me dijo: “Elsa, vete tranquila, que aquí no es como en Santo Domingo; yo te aseguro que no hay problemas; esto es de rutina”.

Aún así, extendí la mano hacia el teléfono diciendo que llamaría a mi Consulado,--cosa que obviamente no habría hecho--pero el inspector sujetó mi mano y me dijo rotundo: --“Señorita, debe acompañarme cuanto antes; no puede hacer esa llamada”--.

Me permitió pasar por mi habitación a cambiarme de ropa y me espero en la puerta de salida. Desde la habitación llame a la recepcionista y esta trató de tranquilizarme:--“Ya me preguntó todo de ti,--me dijo--sabe que estas acá de compras y que eres una chica decente; ve tranquila que yo a él le conozco bien”.

Al entrar, noté que eran blancos holandeses la mayoría de los oficiales de Migración, a diferencia del que me trajo; vestían pantalones negros, camisas blancas de mangas cortas y corbatas negras y largas. Una foto grande de cuerpo entero de la Reina de Holanda, con ostentoso marco dorado; la bandera, escudos y sellos de ese país, engalanaban las paredes del recinto.

Tras saludarme y ofrecerme asiento, el oficial me pidió el pasaporte, lo reviso cuidadosamente y me lo devolvió. Como tardaba en hablar, calmé mis nervios preguntándole: --“Por qué estoy aquí, Oficial, usted no cree que esto es una molestia para una turista que viene de compras a su país?”

--“Es que usted no se hospedó en el hotel que indicó en Migración del aeropuerto; cambió de hotel y no lo notificó a Migración”;-- me dijo como excusa, aunque ambos sabíamos que solo estábamos ganando tiempo para entrar en materia. Le contesté que yo no conocía de sus reglas, que ese hotel no me agradó cuando llegue y en el mismo taxi, me fui a otro.

Sonriendo, me preguntó a boca de jarro:--“¿Cual de los dos chicos es su novio?”-- Como no le contesté, y en cambio, arrugué el ceño fingiendo no entender la pregunta, prosiguió:--“Ya le hemos informado a él que usted se ha portado muy bien acá en Curazao, que se acuesta muy temprano.”—me dijo.

--“No se de qué chicos me habla usted”--le contesté. —Aquí se puso serio y me dijo tajante: --“permítame la llave de este maletín, usted la tiene consigo”—Reconocí el maletín de Homero.

Mi respuesta esta vez, y también para ganar tiempo, fue que tenia derecho a hacer una llamada a mi Consulado; y qué sorpresa recibí cuando el oficial me expresó, muy molesto, que ese Cónsul dominicano era un delincuente, que se dedicaba a la trata de blancas y al contrabando de bebidas y de todo tipo de mercancías; agregando que con él, a nosotros tres nos iría peor, cosa que podía asegurarme muy bien.

Bajé la cabeza e hice silencio. El oficial giró en su silla y empujó una puerta a sus espaldas: detrás, en una oficina pequeña, estaban Billo y Homero; éste me ofreció una sonrisa de circunstancia, y me dijo: “Dale la llave, Elsita”. Acto seguido, saqué la llave y se la pasé; abrió el maletín sobre su escritorio, sacando sus pasaportes y otras pertenencias.

Entre tanto, yo pensaba:--“En Santo Domingo, ya lo habrían abierto aunque fuese a balazos”. —

El oficial nos reunió a los tres y nos informó que debíamos proceder a liquidar la deuda

en la pensión; que mientras no concluyeran las investigaciones, los muchachos quedarían detenidos; yo estaba en libertad. No me permitió hablar en privado con ellos; así que no sabía yo qué decir, ni hacer, en esas circunstancias.

Me llevaron a la Pensión Bolívar, pagué y retiré sus pertenencias; de ahí partimos hacia mi hotel; en el trayecto, pedí al oficial que me anotase la dirección de la cárcel donde recluirían a mis amigos. Compré comida en el hotel y me fui en seguida a llevársela. Estaban en diferentes recintos carcelarios; así que de una tuve que partir para la otra.

Solo diez minutos me permitieron con cada uno; suficientes para que Homero me explicara que debía buscar un abogado; ubicar las aerolíneas y vuelos a Santo Domingo; avisar a nuestros compañeros dirigentes de su nueva situación; así como no revelar, todavía, sus verdaderas identidades.

El abogado me tranquilizó bastante pues me dijo que ellos solo podían ser devueltos “al país de procedencia”; es decir, al país de donde habían venido hacia Curazao; en este caso, a Francia. Por abandonar el hotel por falta de dinero, y pasarse del tiempo establecido en la visa, sólo les pondrían una multa, antes de mandarlos de vuelta.

Pero el abogado no entendía; sin embargo, por qué razón no nos habían dicho esto.

Al día siguiente, encontré a Homero muy tranquilo; no así a Billo, quien se notaba muy preocupado. Homero tenia la misma información que me dio el abogado, pues un abogado preso, se la había dicho sin cobrarle nada. Esto no tranquiló para nada a Billo, cuando se lo notifiqué.

Pero al parecer, la CIA, o la inteligencia holandesa, ya habían detectado las verdaderas identidades de mis compañeros. Por eso, al salir de la cárcel y sin que ellos se enteraran, me esperaba un oficial que me llevó, de nuevo, a Migración.

Una vez allí, fueron muy directos conmigo. Me sentaron en una silla mientras ellos permanecieron de pié, todo el tiempo, con los brazos cruzados sobre el pecho; eran tres los que me interrogaban, indistintamente. Me dijeron que mis amigos tenían documentos e identidades falsas; y también sus verdaderos nombres, afirmando que solo los delincuentes, ocultaban sus identidades. Y con cierta ironía, me preguntaron si esta vez deseaba yo hablar con el Cónsul de mi país..

Así que no me quedó otra salida que decirles:-- “Mis compañeros y yo, somos todo lo contrario a los delincuentes: nosotros somos militantes políticos; miembros del Movimiento Revolucionario 14 de Junio; ellos vienen de tener una destacada participación en la recién pasada contienda bélica de Abril del 65; ellos pertenecen a la oposición; hacen vida clandestina en nuestro país, por eso tienen documentos falsos.”--

Y ante su silencio, seguí explicándoles con vehemencia y sin ser interrumpida, el objetivo de su visita a Curazao. -- “Si ustedes los envían a mi país, ellos serán asesinados; esto puedo asegurárselo, —les dije-- ustedes leerán la noticia de sus muertes en los diarios”,-- y les indiqué los nombres de combatientes, asesinados en el año y medio transcurrido después de finalizada la guerra. En este punto, ya mi voz estaba quebrada por la emoción.

--“Nuestro Cónsul,-- agregué,-- no tiene que usar documentación falsa; y es, sin embargo, un delincuente, como ustedes mismos han dicho; pues es un representante del gobierno de facto de nuestro país; un cómplice de los que derrocaron al gobierno constitucional del presidente Juan Bosch, por cuyo regreso al poder, luchó el pueblo dominicano; y lucharon también esos dos muchachos a quienes yo he venido a auxiliar, enviada por nuestro Partido”.-- Concluí citándoles los artículos de la Ley que me indicó el abogado.

--“Una sola pregunta quiero hacerle, Señorita”—me dijo uno de los oficiales pero fueron mas de una—“Por qué si ellos corren peligro de muerte en su país, vinieron acá desde Francia para ingresar de nuevo a Santo Domingo; por qué no se asilaron en Francia?--

--“Porque somos revolucionarios, Señor, y tenemos una tarea que terminar; los norteamericanos con su invasión, nos arrebataron el triunfo que ya teníamos en las manos. Esto es un asunto de ideales. ¿Qué más quiere Usted que yo le diga? ¡Hablen con ellos para que se lo expliquen mejor que yo, por favor! Entiendan que si ellos hubiesen querido abandonar la lucha, habrían salido del país desde que terminó la guerra pues muchos países les habrían dado asilo.”—le contesté al borde del agotamiento.

Después de una reunión privada entre ellos,-- que a mí me pareció más larga que un parto de primeriza-- me mandó con el oficial que me trajo, a pagar los boletos del viaje de mis compañeros:

--“Lleve a la señorita a Air France”—le dijo.

Me paré como impulsada por resortes. ¡Gracias!,-- atiné a decirle emocionada,-- ¡Muchas gracias!

Cuando salimos, le pedí al oficial que me llevara al hotel pues no andaba yo con dinero suficiente para eso; en el camino me mencionó a Caamaño y se notaba muy enterado de todo lo que había acontecido en el país en el pasado reciente.

Llamé a la aerolínea para indagar por el costo de ambos boletos y casi me da un mareo, cuando caí en cuenta de que no tenia completa esa cantidad de dinero; así que el oficial me llevó a una central telefónica y delante de él, ya que no se despegó de mi lado, llamé a Aniana Várgas a Santo Domingo y le explique, muy angustiada, la situación de los muchachos.

Aniana me prometió mandarme el dinero faltante, “cuando lo consiguiera entre los colaboradores”. Y agregó que mi familia estaba muy preocupada y estaba amenazándolos con ir a la policía; sugiriéndome que los llamara de inmediato para que supieran que yo estaba bien.

--“Reitérales—me dijo-- lo mismo que yo ya les dije: que si van a la policía, te arrestarán en el mismo aeropuerto en cuanto llegues”--.

El oficial se fue, dejándome en el hotel. Ahora tenía yo una nueva preocupación, pues no había caído en cuenta de que había transcurrido casi una semana desde que salí de mi casa y jamás me había acordado de lo que me esperaría al regreso.

Llame a una tía pues no estaba en ánimos para enfrentarme con mis padres. El dinero llegó dos días después. Migración compró los boletos en mi presencia y me dijeron que al día siguiente, mandarían a los compañeros de vuelta a Francia, al tiempo que me conminaron a tomar un vuelo que partía esa misma tarde para Santo Domingo.

Les dije categóricamente, que hasta que yo no los viera entrar a ese avión y perderse en las nubes, no me iba de Curazao; se rieron de buenas ganas pues al parecer solo querían conocer mi reacción ante su propuesta.

Cuando llegué al hotel, me percaté de un regalo sobre mi cama: una hermosa pulsera de oro en un fino estuche, acompañada de una tarjeta con el nombre del anciano propietario del hotel. Mi primera intención fue devolvérsela con la recepcionista pero cambié de idea. Esa prenda, que parecía costosa, debía llegarle por una vía más segura a su propietario.

Al día siguiente, pase dos horas con los muchachos en una sala del aeropuerto, mientras llegaba la hora de su vuelo con destino a París. Estaban impecablemente vestidos. Billo me entregó unos regalitos para sus niños; se notaba triste y cansado.

Homero, muy abrazado a mi, me decía lo que debía transmitir a los compañeros, mientras me peinaba con sus dedos, como era su costumbre. Un beso en mi mejilla iba dirigido a “la macha”, como le decía a su madre. Y me repetía: --“Cuídate mucho; sé fuerte; lo has hecho muy bien.--”. Y me pedía que le cantara un pedacito de, “Adoro”, y yo le decía que si estaba loco, que nos miraban sus custodios..

En tanto, los oficiales guardaban una prudente y considerada distancia de nosotros.

Les acompañe casi hasta la escalerilla del avión, donde llegué, escurrida atrevidamente, detrás de sus custodios, los cuales esperaron conmigo hasta que el avión se perdió en el cielo. Trataba de ocultarles mi rostro lleno de lágrimas; las que brotaron cuando Billo, último en despedirse, me dijo, abrazándome: “Gracias por todo, compañera, nos veremos muy pronto”.

Los oficiales de Migración, me dijeron que como ya no me quedaba nada por hacer en Curazao, tratara de regresar cuanto antes a Santo Domingo. Les contesté que lo haría en el vuelo de la mañana siguiente.

Aproveché para pedirles que me indicaran cual de todas, en el aeropuerto, era la joyería del propietario del hotel donde me hospedaba, pues tenía que devolverle un regalo no autorizado, el cual yo no deseaba conservar.

Me acompañaron hasta el local; donde entregué la prenda a la vendedora y ellos le solicitaron que me firmara un recibo, donde consignaba la devolución y la referencia de la joya. Cuando me dejaron en el hotel, les agradecí la amabilidad conque nos trataron durante todo el proceso que acaba de finalizar. Y no los volví a ver.

Al despedirme al día siguiente de la recepcionista, mi compatriota dominicana, ya había sido enterada por su jefe, de la devolución del obsequio. Y riéndose, me decía:--“Me la hubieras regalado a mi, chica; nadie se iba a enterar; total, ya tu te ibas”-- Sin embargo, finalmente agregó, con aires de satisfacción:-- “Está bueno eso que hiciste para que “Agustín Lara” sepa que también habemos dominicanas decentes”.

Y por supuesto, no dejo de reclamarme que si desde un principio hubiese confiado en ella, revolucionaria cien por ciento, todo me habría resultado más fácil.

Cuando llegué a mi casa, comprobé que había yo rebajado, casi una libra por día; y contrario a lo que esperaba, nada me dijeron mis padres, aunque mamá no me dirigía la palabra. Fueron mis cuatro hermanas las encargadas de reprocharme por el sufrimiento que les causé a todos.

Sin embargo, a partir de este hecho y porque yo no abandonaba la militancia política, la relación con mi madre se deterioró a tal punto, que un día, cuando volví de la Universidad, me esperó con las maletas hechas y puestas en medio de la sala.

No alcancé a escucharle completo, el rosario de condiciones que me estaba poniendo para que pudiese seguir viviendo, “bajo este mismo techo”. Rápidamente, sin pronunciar ni una palabra, recogí mis libros y algunas otras pertenencias, y me fui de la casa. A mis espaldas, mi padre me llamaba, conminándome a regresar.

Me dirigí a la casa de Rhina, y al día siguiente pasé a vivir con la familia del compañero y dirigente campesino, Blanco Peña, alias “El Pai”. Meses después, cuando Homero regresó, nos casamos.

Los compañeros lograron ingresar al país, cuatro meses después de su salida de Curazao. Homero, que hablaba un perfecto francés, ingresó como “ciudadano” de ese país; en tanto que Billo, pasó por colombiano.

Vinieron en un crucero que toco puerto en Sans Soucí; y como todos los turistas, bajaron “a conocer” a Santo Domingo, la Ciudad Primada de América.

La autora es periodista
elsapenanadal@hotmail.com

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